Pocos espías han despertado tanta fascinación como Mata Hari (1876-1917), la legendaria bailarina holandesa que escapó de una vida provinciana para convertirse en la mujer más fatal de su tiempo. Su nombre real era Margarita Zelle y nació en Leeuwarden, hija de un sombrerero y una madre que murió siendo ella muy niña. A los 18 años atendió una solicitud de matrimonio en la página de contactos del periódico y se casó con Campbell MacLeod, un capitán de 39 años con el que se marchó a vivir a Indonesia, entonces colonia holandesa, donde él estaba destinado. Siempre le habían pirrado los uniformes.
Allí tuvo dos hijos y sufrió las penurias de un marido borracho, pero también conoció la fascinación de Oriente y los secretos de las danzas javanesas, que le serían muy útiles tras el naufragio de su matrimonio y la muerte de uno de sus hijos, que la empujaron a volver a Europa en 1902.
Armada de valor y amparada en su exótico físico, se inventó una identidad y se lanzó al espectáculo en París como la bailarina Mata Hari (“ojo del alba”, en javanés), especializada en danzas eróticas. Pronto creció su fama y frecuentó a hombres ricos, políticos y militares que engrosaron su lista de amantes. Entre 1904 y la I Guerra Mundial fue la cortesana más famosa de la época, conoció todas las ciudades de Europa y no pocos secretos de política gracias a las confidencias de alcoba.
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